martes, 14 de junio de 2011

Suelen los edificios de los barrios fronterizos desperezarse temprano. Primero los calcetines de tres días, después los tazones desgastados por el uso, sigue sin prisa el ruido de la ducha tibia, termina con el portazo y el desorden. Ya empieza la vida a tomar forma, los fluidos trenes de la noche se visten de mañana, las puertas que sacan a uno de la realidad se abren, queda postreramente poco tiempo para desaparecer y formar parte de algo que no es esto. Un giño en alguna ventana de la rubia del mostrador, corbatas estampadas que ahogan los cines cerrados del centro, las hojas desperdigadas sobre los adoquines de diarios pasados. El olor a comida y a fritangas comestibles, ese lastimero objeto del deseo que es lo que a los otros les ocurre. El deseo de volver por donde se ha venido, la chica del mostrador que no aparece, los trenes que esconden con lentitud sus posturas arrogantes que la luz trae, la taza secando sobre el papel adsorbente, los calcetines que cuecen los pies junto a la puerta, la que se abre y recibe a los nuevos miembros de la historia escrita no se sabe dónde.

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