Los discos que pinchan el futuro mucho antes de su existencia
ya no suenan. Se quedan los vacíos
antros con sonoras manifestaciones que pasado un tiempo
dejan su hueco a los silencios de tranvías, eléctricos vehículos
respetuosos con el medio ambiente.
Entonces es una madre que aparece entre la niebla,
radiante en sus treinta, en recuerdos de lo increíble
que una vez hubo en las moquetas de los salones de clase
media de provincias. Se muestran los críos desnudos
como pulgas sobre la alfombra, peleando por pelotas
bajo las sillas.
Los tiempos pasan para ese disco de Roy Orbison y no asustan
salvo a la urgencia por olvidar que estuvo ahí. El amigo mayor
de esos trances, el de los lacios cabellos, el que dijo con su risa
que tarde era ya salvo para dejarse llevar por los deseos
escondidos de nuestra carne tersa de los comienzos.
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