GRENOBLE
A Gabriel Esmero.
Donde los tranvías mastican con descuido mis bajadas
y mis subidas en aceras de paso debo hoy dejar las hojas;
las de los versos, las de las indescifrables perezas
de los hombres inquietos que siguen en veredas
bien trilladas las duermevelas de los críos despiertos.
Despierta la ciudad y estoy vivo. Sin embargo el olor
de los cafés no es el mismo que aquél lejano
que dejamos en algún regazo. Si es el recuerdo de las manos
con gatos y gotitas de sangre, vestidos los dedos
de nervios de seda, hace tiempo que toda esa fiesta
fue pasando. Ahora me miro estas manos de conde
o cortesano, de petrarquista empedernido en miradores
de otras urbes, en ciudades con calores como el de hoy,
de sudores ajenos y olores de animales desorientados
por el estruendo de los coches. Se siente uno
en las espinas de los pescados con anzuelos en la boca,
como tendido al sol de un puesto del mercado
cuando silba el tren y validas el billete. Y esperas la noche
y no llega, suele pasar a las siete de la mañana
si descubres que hay otras bocas jóvenes que aprenden
a besar sin miedo a lo que viene, con certezas sacras
que apenas rezan, supones la protesta de lo fresco
y casi aciertas. De repente, sin embargo, cae la noche,
reduces de inmediato la música a las bandejas
en pasillos observados por puertas numeradas, y te imaginas
en un barco a vapor, por ejemplo, en travesías
bizantinas de un Cervantes o un Lope. Pérsiles
que estás en los cielos, peregrino que buscas la patria
Gabriel que esperas con esmero, lo que queda.
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