Concretaba siempre que podía la hora exacta de la cita. Era
sencillo, insistía nada más salir del cine y no paraba hasta que ella entraba
en el portal. A ella le hacía gracia el cortejo insistente y a veces hasta
ingenioso. Él creía en los juegos de palabras y se inventaba sobre la marcha
ingenios malísimos. A ella le gustaban tanto como los bombones de chocolate que
sólo se elaboran en ciertas épocas del año. Él buscaba su voz y versos
olvidados mientras contaba las baldosas del camino a casa. Ella esperaba más
intentos y menos aciertos. Él no era bueno, de hecho era más bien mediocre y se
notaba en ciertas actitudes cotidianas. Por ejemplo, no era capaz de escribir
una sola hoja seguida sin recurrir a la nostalgia o a lo ya escrito. Ella
pensaba que valía mucho, prefería estar con él durante cinco minutos a una
noche de fiesta con sus amigas. Se me ha olvidado deciros que eran jóvenes en
todos los aspectos. Me refiero con esto a que, por ejemplo, él pensaba que
soñar era una obligación y no un efecto pasajero de los años primeros. Ella era
joven y se creía que el monte era orégano y generalmente cuando hacía ensaladas
hacía la broma típica de un joven que comienza, algo así como qué salada soy en
esta sala. Juegos de palabras para jóvenes malditos, bromeaba él en brazos de
ella. Eran jóvenes rondando los
cincuenta. Él sufría de la vista y tenía que administrarse pequeñas dosis de
suero oftálmico, sobre todo en días de mucho trabajo y lectura, porque le
gustaba mucho leer, sobre todo novelas que hablaban de viajes lejanos y
esperanzas marchitas. Ella era una perita en dulce, cualquiera se la hubiera
pedido de postre en una comida de domingo. Se quedaba callada porque no tenía
nada que decir, solo sentía con intensidad y eso era suficiente para ella. Él a
veces miraba los mapas de carreteras hasta que se dio cuenta de que no sabía
doblarlos. Él y ella compraron una barca con un camarote escondido. Cercaron de
pasada sus propiedades cuando el ciclón
Ganzo arrasó todas las praderas.
Hace 9 años
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