Los puestos no huelen a comida. Míralos, parece que han
pasado muchos años por ellos. Se ven las maderas secas, telarañas preciosas van
conquistando sus vetas, sus astillas que van buscando el sol de este invierno.
Recuerdo que allá al fondo estaba la tienda de patatas, las que se freían
delante de la gente dentro de una especie de cazuela inmensa. Bueno, si era
inmensa o menos inmensa no lo recuerdo muy bien, ya sabes, la memoria esta que
transforma lo vivido a su manera. Lo que sí recuerdo como si fuera ayer es el
bullicio de esas mañanas de domingo, cómo los lugareños ocupaban las calles
mariposeando éntre los puestos de ropa y tendidas mantas en el suelo con frutas
silvestres y antigüedades. Sin embargo ahora no hay vida, está todo abandonado,
solos tú y yo aquí, reconstruyendo tiempos ya idos en tiempos también
idos. Y sin embargo estás preciosa, te
queda muy bien la falda de volantes que te regalé el año pasado. Busquemos, si quieres, una taberna para
refrescar los labios y seguir charlando de la nostalgia y lo perdido. Me han
dicho que al final de la vereda se encuentra el cementerio, abre los domingos,
podemos acercarnos y leer los nombres de las lápidas, las dedicatorias
familiares, o incluso podemos imaginar que lo nuestro es distinto, que nos
amaremos siempre en este lado salvaje, que no hay mármol, ni tierra capaz de
hacer con nosotros otro abandonado mercado, que no será capaz el olvido de
acercarse a nuestros dominios.
Hace 9 años
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