jueves, 22 de noviembre de 2012

Carromatos y rascacielos



Dejaste de escribir cuando subiste a la cuarta planta,
te decías que ahora tocaba la vida,
el deseo de una escalera que te lleva lejos de los días contados
para gente que atrás dejó tu nombre.
Te decían los amigos del bar que había marcas y marcas,
la jefa te dejaba su sitio en las ponencias y te hablaba
al oído rozando con dulzura tu vocablo preferido.
A veces te invitaba a cenar con jefes que no conocías
y te ponías triste en los postres.
Te escapabas en cuanto podías con tu cochazo a los límites
de una ciudad que era afueras, buscabas en labios
una noria de la infancia y en el semen derramado
por pocos euros la virginidad de los comienzos entre neones.
Los días seguían su curso y ahora hay despachos solitarios
y hombros bajo ojos muy hermosos. Tu jefa
ya es menos jefa y sabes que la puedes apretar los pezones
sin el riesgo de acabar lejos de esto, de edificios
silenciosos por dentro y luminosos por fuera. Son largas
las tardes y cortas las noches,
esperas de la estela de los coches el milagro del humilde,
y recostarse ante el portátil es un túnel
que te deja en aquella gitana de tu adolescencia,
la que te adivinó el futuro junto a la tómbola
y te agarró el brazo con dulzura, y te dijo que eras un tesoro
y que llegarías lejos, la del aliento asqueroso
y la magia que te dejó en el regazo y tiraste a la basura.

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