sábado, 30 de julio de 2011

6131A (I)

Si buscas el sol tras varios meses de lluvia has de llevar el chubasquero junto a ti, pues no hay nada más traicionero que un sol solicitado únicamente por necesidad. Eso solía decir mi padre, que no era mi padre, y nada más salir de la ciudad camino a la luz de Castilla volvió a recitar el aforismo que inventó no se sabe cuándo. Mi madre, que no era mi madre, ponía los ojos en las nubes, recordándole lo difícil que era aguantarle cuando se ponía sentencioso y retórico. Yo simplemente no le hacía caso, miraba pasar los olivos y los terrenos arcillosos al son de los ciento veinte kilómetros por hora, me bastaba el rodillo del paisaje que se aleja mientras mi iPod iba apuntalando recuerdos con la banda sonora que descargué días antes en casa. Realmente la música la buscaba mi padre, que no era mi padre, apenas me dejaba asomarme a su estudio plagado de libros, comics y ese ruido ensordecedor que hacen los ordenadores que necesitan sustituir alguna de sus piezas por otras más modernas...

viernes, 29 de julio de 2011

Lectura de una infancia

La infancia no existe sin lo verde, esto es, lo que se asemeja tanto a lo que vulgarmente tomamos como referencia medioambiental, la ausencia de ruidos y las praderas vírgenes de progreso. Ahora bien, la infancia es realismo literario, quizás más lejos se ha de ir y catalogarla como realismo sucio que la censura del momento evita su manifiesto. La infancia es contaminación en manos inexpertas, desde luego sin la mala intención que algunos tratan de encajar en sus agujeros insondables. Hoy en la terraza de este piso de provincias, puedo oler todo lo que corrompe la tierra de los años primeros, alcanzo, mientras pasan los coches ante mis ojos, a vislumbrar las verdaderas razones de los huérfanos que dejaron sus primeros recuerdos en las taquillas de algún colegio. La infancia, como la lluvia, no remite hasta que alguna reacción química decide que es suficiente destierro para la luz del sol que pende de un hilo, allá arriba.

jueves, 21 de julio de 2011

Lectura de una infancia

¿Dónde empiezan y terminan los tiempos tempranos? Me refiero a los primeros, a los que descubren las primeras veces de todo, los que arrogantemente se dignan a mantenerse al margen de las normas y los convencionalismos. No parece haber reglas que delimiten su antes y su después, o su inicio y su final. Encontramos los tiempos tempranos en el crepúsculo de la vida, rodeados de ancianos en residencias que huelen a puré de verduras. También uno se da de bruces con ellos en los momentos bajos que parece no pasarán nunca. Ahí los tiempos primeros se muestran a fogonazos, con timidez y cierta vergüenza por asomar su rostro en medio de tanta desolación y sufrimiento. ¿Dónde empiezan y terminan los tiempos tempranos? Los encuentras en los ojos alegres de una chica en sus treinta, también cuando la cuesta que uno baja solamente lleva hacia arriba, son reconocibles cuando los orgasmos de la vida aspiran a ser múltiples y se amparan en ellos para lograrlo. No es sencillo delimitar dónde empiezan y acaban los tiempos tempranos, esto es, los pedacitos de infancia que nuestra mochila traslada de un lugar a otro sin reglas fijas. Como se mueven los sueños en los hombres despiertos.

martes, 19 de julio de 2011

Lectura de una infancia

A veces las infancias se leen como libros abiertos

donde cabe todo, los capítulos extensos

y la pereza.

A veces las infancias se escuchan como el barco

que pasa, removiendo el mar

y la luz del faro.

A veces las infancias se mastican igual que la pasta

que se escurre entre los cubiertos

y las salsas.

A veces las infancias pierden el sentido

sin notarlo, ni escuchan, ni ven,

ni saben.

A veces las infancias son carteles publicitarios

en vías rápidas sin tráfico, vendiendo sin decencia

productos perecederos.

Lectura de una infancia

Solías pasear por las praderas verdes cuando las luces se apagaban, te descalzabas en el rellano de nuestra casa y emprendías la aventura por la senda más angosta de los alrededores. Esperabas, me decías, encontrar las vaquitas de siempre rumiando mientras escuchaban cómo el sol se iba lentamente acurrucando en las primeras sombras del ocaso. Yo te insistía en la fragilidad de los pies descalzos entre tanta naturaleza y hojas que ya se atrevían a despedirse de las ramas. Todo eso te daba igual, y aunque lo entendía trataba de proteger tus pasos, desde luego a mi manera, contándote cómo la palabra es capaz de curar heridas y destrozar ejércitos enteros. Te reías con carcajadas que traspasaban los límites del tiempo que colgamos del tendal de la juventud que se fue de pasada. Cuando el resuello hacía acto de presencia me decías que querías descansar y nos acurrucábamos en el árbol milenario del camino (creo que era un roble, pero mi memoria ya no es lo que era), y jugueteábamos con los dedos como si fueran espadas medievales. Casi siempre, decías, ganabas tú todas las batallas, pero la guerra era cosa mía, la victoria final tras tanta derrota. A veces reanudábamos la marcha picando frutos secos que nuestros padres recogían de los campos colindantes. Es cierto que nos poníamos ciegos, como hambrientos que no han visto comida en meses, y la vuelta se hacía perezosa. De nuevo, aparecían las vaquitas espatarradas sobre la tierra mojada. A lo lejos las luces de casa ayudaban a nuestros cansados cuerpos a afrontar el tramo final del paseo. Después vino la vida, los ojos que se cierran, las ruinas de algo que no se recuerda, la realidad que todo lo puede pero que no pudo con nosotros. Es cierto que solías pasear como el idealismo, ajados los pies y la cabeza alta

lunes, 18 de julio de 2011

Lectura de una infancia

La luz del verano como la hemos conocido,

con los tintes de bellacos abordando playas

de carne y fuego, ensaladas de pezones

de estéticas dispares. Como conocimos también

los versos, las calles empedradas y los fríos

entrando septiembre. Recuerda si quieres

los ecos de los monasterios de la meseta

sin rezos más allá del sexo salvaje de los jóvenes

que fuimos. Ahora la estepa documental

en blanco y negro, trazados de gomas sobre

el asfalto, el mundo en la mochila

reclamando pertenencias.