martes, 19 de julio de 2011

Lectura de una infancia

Solías pasear por las praderas verdes cuando las luces se apagaban, te descalzabas en el rellano de nuestra casa y emprendías la aventura por la senda más angosta de los alrededores. Esperabas, me decías, encontrar las vaquitas de siempre rumiando mientras escuchaban cómo el sol se iba lentamente acurrucando en las primeras sombras del ocaso. Yo te insistía en la fragilidad de los pies descalzos entre tanta naturaleza y hojas que ya se atrevían a despedirse de las ramas. Todo eso te daba igual, y aunque lo entendía trataba de proteger tus pasos, desde luego a mi manera, contándote cómo la palabra es capaz de curar heridas y destrozar ejércitos enteros. Te reías con carcajadas que traspasaban los límites del tiempo que colgamos del tendal de la juventud que se fue de pasada. Cuando el resuello hacía acto de presencia me decías que querías descansar y nos acurrucábamos en el árbol milenario del camino (creo que era un roble, pero mi memoria ya no es lo que era), y jugueteábamos con los dedos como si fueran espadas medievales. Casi siempre, decías, ganabas tú todas las batallas, pero la guerra era cosa mía, la victoria final tras tanta derrota. A veces reanudábamos la marcha picando frutos secos que nuestros padres recogían de los campos colindantes. Es cierto que nos poníamos ciegos, como hambrientos que no han visto comida en meses, y la vuelta se hacía perezosa. De nuevo, aparecían las vaquitas espatarradas sobre la tierra mojada. A lo lejos las luces de casa ayudaban a nuestros cansados cuerpos a afrontar el tramo final del paseo. Después vino la vida, los ojos que se cierran, las ruinas de algo que no se recuerda, la realidad que todo lo puede pero que no pudo con nosotros. Es cierto que solías pasear como el idealismo, ajados los pies y la cabeza alta

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