domingo, 7 de agosto de 2011

Los amigos de los bandos enemigos (borrador)

El mar a lo lejos era lo primero que le interesaba ver nada más despertarse. Sabía que su apartamento era la localización perfecta para observar plácidamente el paso de los pequeños veleros portuarios. Podía el día despertar soleado o gris, a Mateo le daba lo mismo. El mar ampliaba el campo de batalla, como el solía decir, lo suficiente como para ser capaz de involucrarse en la guerra del día que comenzaba.



Tras asegurarse de que la extensión infinita de esa agua pausada se mantenía en su rutina, se aproximaba a la cocina para organizar los desayunos. Le gustaba jugar con la angustia que, provocada por las ganas de orinar, acompaña a todo despertar que ha sido precedido de una noche de descanso holgado. Ese era su mayor reto en los primeros minutos de un nuevo día, ganar la batalla a su vejiga una vez que el café estaba preparado y el pan del día anterior horneado y crujiente. Entonces se dirigía al aseo y con el éxtasis escatológico asociado a la expulsión de lo sobrante en el organismo, disfrutaba de unos minutos liberadores sentado en el retrete. No se levantaba hasta haber planificado mentalmente el día, cómo iba a afrontar el trabajo, qué planes podría organizar para la tarde y qué iban a cenar cuando las horas estuvieran ya vencidas.



Generalmente no pasaba más de cinco minutos meditando sobre el futuro inmediato, ya que Nian solía levantarse a los pocos minutos de que él hubiera corrido el pestillo de la puerta del aseo. Ella sabía que podía desayunar y que todo estaba preparado y él se incomodaba con los movimientos mañaneros de otra persona que no fueran los suyos propios. Consideraba esa manera de compartir los primeros momentos del día como una emboscada en ese campo de batalla ampliado por las aguas de la costa, y tenía claro que toda emboscada requiere de cambios de posición si uno quiere salir indemne de un más que posible ataque. Él entonces salía de hacer sus necesidades y sin decir una palabra iniciaba el plan de defensa para repeler las posibles consecuencias de esa intromisión en su tiempo, en sus primeros despertares diarios. Se aproximaba con dulzura a Nian mientras ella engullía el desayuno como una autómata, y la besaba en la mejilla agarrándole los hombros con firmeza. Ella no solía inmutarse por la soñolencia que siempre experimentaba nada más levantarse de la cama. Mateo lo sabía, pero también tenía claro cómo eran sus siguientes reproches y quejas focalizadas en todo el ruido que motaba por la mañana, y al poco cuidado con el que abría y cerraba los cajones del mueble de la cocina. A Nian le apaciguaban los besos firmes y tempranos de Mateo, y él no tenía dudas de las dosis precisas de los mismos y de los tempos necesarios para que el día se iniciara sin grandes sobresaltos entre ellos.



Una vez que se aseguraba la tranquilidad de las horas venideras, recogía la ropa del día anterior del galán de su dormitorio y rebuscaba el nuevo atuendo con el que debía afrontar el día. Aunque metódico, la elección de la ropa seguía diferentes manías en función de si era fin de semana, y no tenía que ir al trabajo, o por el contrario, era día de labor y le esperaban a la vuelta de la esquina sus clientes y sus luchas por colocar los productos que vendía al mejor precio posible. Aunque el campo de batalla lo ampliaba el mar, Mateo no incluía entre las batallas por la supervivencia las relacionadas con los porcentajes y las gráficas de pérdidas y beneficios. En los días de descanso, simplemente cogía lo primero que encontraba y que fuera a juego con las botas deportivas que calzaba siempre que el día se presentaba festivo. Otra cosa muy diferente era cuando las obligaciones laborales estaban presentes, pues dedicaba un tiempo escrupuloso en la elección de los pantalones y de las camisas. Solía plantearse ir con un aspecto formal y desenfadado pero siempre acababa sucumbiendo a la tendencia clásica de los ejecutivos al uso. Sucumbía al aspecto que aseguraba las ventas pero que ponía en riesgo su personalidad y su tendencia a cambiar las cosas que no se pueden cambiar. Nian le decía que estaba muy guapo y que le gustaba así, elegante y rancio, y cuando él escuchaba la palabra rancio imaginaba que su vida no distaba mucho de los pantalones a rayas de los años ochenta. En ese momento ambos se reían, eran las primeras risas de la conquista de las primeras horas de la mañana, aunque él y ella veían en esa estética todo contra lo que estaban dispuestos a luchar y también que de momento estaban perdiendo la guerra.



Mateo desayunaba cualquiera que fuera el día rápido, de pie, carente de gusto y sin disfrutar para nada del pan horneado con mermelada y del café recién hecho que Nian ya había degustado. Lo que sí respetaba era el desayuno en pijama por miedo a manchar la ropa que se iba a poner ese día. Reservaba la ducha para el último momento de esa foto temprana, de esos primeros ramalazos de momentos de un día que empieza.



En la ducha cantaba con tono bajo los éxitos que no emitían en la radio pero que él los escuchaba por recomendaciones de amigos y porque rastreaba por Internet siempre que tenía un rato. Le gustaba el agua fría, no solía templarla salvo en días de frío verdadero, pero lo frío, según decía, despierta del día lo que todos creemos que está dormido. Alargaba ese momento más de lo deseado por Nian, que siempre se aseaba después de él y le recriminaba con verdadero enfado las constantes reconquistas que tenía ella que ejecutar estratégicamente por su espacio y sus horarios. Tras el aviso, siempre se apresuraba cuando se secaba y se echaba la colonia, pero encontraba serios problemas si tocaba día de afeitado, puesto que prolongaba la agonía de Nian otros diez minutos interminables.



Así todo, salía del baño con la sonrisa en la cara, con gestos cariñosos hacia ella que sin embargo no solían ser bien recibidos.



Ninguno de ellos podía separarse del otro para iniciar sus días independientes con un enfado o recelo por cualquier tontería. Mateo siempre acababa diciendo alguna chorrada graciosa, si el ambiente estaba enrarecido, que le hiciera sonreír y ella se hacía la remolona para acabar regalando un gesto cómplice y de afecto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario